Con la caída del Muro de Berlín en 1989 llegó una revolución al Este de Europa. Pocos países cambiaron sus fronteras pacíficamente. Con la Guerra de los Balcanes que desintegró a la antigua Yugoslavia (Eslavia del Sur, según su significado) en seis repúblicas independientes: Serbia, Montenegro, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina y Macedonia, además de la inestabilidad de una república más, Kosovo, no reconocida por todos los países de Europa, también llegó la desintegración de la antigua U.R.S.S. (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) y de la Unión de Repúblicas renacieron antiguas naciones como las Repúblicas Bálticas (Estonia, Lituania y Letonia) y recobraron la suya: Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Azerbayán, Armenia, Kayikistán, Usbekistán, Chechenia y un largo etcétera de repúblicas con regímenes postcomunistas y/o petroleros que las mantienen en un segundo plano en cuanto a democracia y que saltan a las portadas de los diarios cuando vuelven a haber nuevos capítulos de las numerosas disputas territoriales entre ellas. Pero la antigua Checoeslovaquia decidió separarse o mantenerse unida con un referéndum que finalmente se decantó por la escisión.
Desde ese momento reancieron dos naciones: Chequia o República Checa y Eslovaquia.
El reducir prácticamente a la mitad su superficie por la separación, no ha restado un ápice de interés a Chequia. Su centro neurálgico sigue siendo sin duda, Praga, la antigua capital del país escindido y que conserva un patrimonio cultural y arquitectónico único en el mundo. Es una de las ciudades más bellas del mundo y cada vez que la visito es un placer ver que está más bonita. El resto del país está -digámoslo así- eclipsado por la belleza de Praga y ciudades como Brno o Karlovy Vary palidecen frente a la capital de la República Checa. El resto del país es prácticamente una serie de campiñas que no se diferencian mucho de las alemanas, salvo que son más llanas.
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